Una historia personal
Reflexiones a las 3 de la mañana o breve respuesta a la pregunta "qué haces despierto a esta hora?"
Temas a tocar porque tú los mencionaste:
1. Despierto a las 3 de la mañana.
2. La tristeza crónica.
3. No saber de política.
4. La corrupción.
5. La incertidumbre.
6. Los dineros no alcanzarán "para sostener esa ayuda".
7. Reactivar o generar. empleos sería ¿construir?
8. Inseguridad y mujeres maltratadas.
9. La varita mágica.
10. "El ideal de equilibrio, paz, libertad".
11. Viabilidad de la justicia.
Los puntos anteriores son los que tocas en tu comentario y podrían ser el índice de un libro.
Como es natural, iniciaré por el primero y los demás serán entregas semanales 😂:
1. Despierto a las 3 de la mañana:
Desde el inicio de la pandemia entré en un estado de autoanálisis profundo. He revisado etapas de mi vida, y las conversaciones con el Dr. Aramoni, además de releer algunos de sus libros, sobre todo, "Alí el maldito", me han llevado a soltar apegos y prepararme para una vida, donde, aparte de romper paradigmas, puedo liberarme de cumplir horarios. Hace muchos años, cuando viví en Regina, en el centro, lo practiqué por 8 o 15 días de vez en cuando, y era muy reconfortante, porque me resultaba como una especie de "reseteo" en mi disco duro, algo así como el estado que se tendría después de múltiples orgasmos 😄. Una especie de nirvana! Como sea, me ponía en un estado de paz interna, invadido seguramente por niveles altos de hormonas del placer y con batería a tope. Y salía a la calle, después de haber perdido la noción del tiempo por 8 o 15 días, con la sensación de amar al mundo, a la vida y a mi mismo.
En los días de mi "retiro", llenaba la despensa, cerraba cortinas, desconectaba el teléfono y me olvidaba de horarios de dormir o de ingerir alimentos. Pensaba mucho, leía mucho, dormía cuando me daba la gana y comía cuando me daba hambre. Sabía que era de día o de noche por el poco ruido de la calle y un reloj de pared me ponía al tanto de la hora, pero tiraba al bote de la basura el cumplimiento de horarios. Ahora me doy cuenta; en esos días, mis ciclos circadianos (CC) los adaptaba a mi gusto con luz artificial (claro en ese tiempo, ni idea tenía de los mentados CC) y obscuridad también artificial. Literal, me escapaba del mundo.
Bueno, ahora estoy en algo parecido, no tan riguroso como entonces, pero semejante en muchos aspectos. Leo, escribo, duermo y como cuando me da la gana. En la tienda es lo mismo. Tengo alguien que me ayuda y voy sólo si tengo ganas o me quedo en el jardín o a reeleer algunos libros o a pintar o a dormir, es algo que me trae paz y mucha tranquilidad.
Tengo pila para mucho, duermo poco, como bien y me siento "reseteado".
Ese es el motivo de estar despierto a las 3 de la mañana y varias veces me sigo para ver el amanecer y escuchar como al ruido de los pájaros se van uniendo los ruidos de la calle y de los vecinos.
La diferencia es que ahora no me desconecto del todo y estoy al tanto, en lo que puedo, porque tampoco me obligo, de lo que sucede en el país y el mundo.
Abrazos.
2. La tristeza crónica.
Desde que tengo memoria me causaba dolor y me negaba comer a un miembro de la familia. Los cerdos, los guajolotes y los pollos, los integré siempre como parte de algo familiar. Jamás los veía con el antojo de un bocado. Cuando se sacrificaba uno de estos animalitos, entraba en un estado de tristeza y dolor cuyo alivio lo encontraba en la ausencia. Mi propia ausencia. Me escapaba al campo, me subía a un arbol frondoso y encaramado en una orqueta segura, lloraba la ausencia de aquel miembro de la familia, que no sólo habían matado sino, además comido. De hecho, y talvez por eso, fui vegetariano hasta los 15 años. A esa edad quería subir de peso y por indicación médica debía comer carne. Me negué desde los 12 años cuando me dieron la indicación, pero a los 15 fue una exigencia. Cuando comí caldito de pollo con algunas hebras de carne pedí, casi con lágrimas, que fuera pollo que yo no hubiera visto o conocido. Aún así, me embargaba una melancolía, porque no era justo la muerte de un animal para yo subir de peso. Aprendí a comer carne, pero siempre mi cuerpo y mi mente me reclaman la osadía de acabar una vida para satisfacer un apetito tan mundano. Desde ese tiempo conocí ese sentimiento que me restó y me sigue alejando de la emoción de sentirme feliz. Mi tristeza creció, ya no por los animales, que dejaron de ser parte de mi vida, sino por otros motivos alrededor mio. La tristeza se hizo mi acompañante inseparable. Ahora me daba tristeza, que los demás no sintieran la misma tristeza que yo, y eso me hacía creer que era extraño a los demás y hacía que no encajara en ninguna parte. A nadie le dolía lo que a mi.
(Éste es el principio de mi tristeza crónica, que nunca me ha dejado, pero que yo me la sacudo con mis ausencias). Continuaré con este tema...
A veces pienso que el parto que me dió a luz, traía empaquetada la tristeza. Nací en una cabaña de madera, techo de palma y piso de tierra. El médico que atendería a mi madre llegó tarde por lluvia y crecida de ríos. Mi padre fue por él en la madrugada y lo sacó de las mañanitas que le llevaron porque era su cumpleaños. Llegaron a las 7 de la mañana, después de una hora a caballo. Yo nací a las 5 de la mañana y mi madre, sola, me trajo a este mundo. Cuando llegaron el médico y mi padre, ya había café servido a la mesa y yo mecía sobre una hamaca en silencio. Dice mi madre que la lluvia duró todo el día. Mi padre acompañó al médico de regreso. De 13 hermanos previos, sólo tres rodeaban la hamaca y yo recien llegado. La muerte llevaba ventaja y, según mi madre, yo sería uno más, pues nací en puros huesos que ni energía para llorar tenía. Decía la señora Esther, que se le secaron los ojos por sembrar tantos hijos en los camposantos del valle de Santiago Ixcuintla. No tenía esperanzas sobre mi y ya hasta había pensado en cual panteón quedaría. Eso sí con nombre, el mismo nombre del médico que llegó tarde, Carlos. Tenía suerte, pues los demás quedaron en sepulturas anónimas, ni tiempo hubo de ponerles nombre. Cada cumpleaños mío, doña Esther me contaba la historia de mi llegada, pero la terminaba alegre, porque decía que un grito mío que salió como trueno por la puerta sin puerta, le agitó el corazón de esperanza y tuvo la certeza de que llegué para quedarme. Desde ese día, decía riendo, me llenaste de alegría y de esperanza.
Tocar mi nacimiento y el recordatorio, año con año, que hacía doña Esther, es sólo como un antecedente que me explica en cierta forma mi excedida sensibilidad.
Cuando niño me gustaba la historia, pero desde la adolescencia inició una empatía hacia las familias que vivían lo mismo que nosotros e inició lo que yo llamo tristeza, porque empecé a comparar y ha darme cuenta de la desigualdad entre familias que lo tenían todo o hasta demás y las familias que no teníamos nada, y cuyos padres eran peones mal pagados de las familias ricas. Nunca tuve envidia por esas familias, más bien, una especie de rechazo e inició un sentimiento de solidaridad con nuestros iguales, ya que mi madre fungía como "médico de los pobres" y yo la acompañaba en ese trabajo. Ver la pobreza, y la ignorancia en que vivíamos las familias desafortunadas me fue creciendo una especie de tristeza, pero a la vez de rebeldía. Me propuse entonces hacer cambios en mi vida alentado por infinidad de pláticas con mi madre. Inicié formalmente la primaria a los 15 años y a los 21 había cursado ya primaria, secundaria y una carrera técnica secretarial. Con ese currículum me despegué de la familia he hice el largo viaje a la Ciudad de México para estudiar medicina. Eran los días difíciles de los estudiantes y a dos meses de haber llegado sucedió la matanza de los estudiantes de Tlatelolco. Estaba en el proceso de encontrar donde estudiar la prepa. Por cierto que yo caminaba cerca de Tlatelolco y miré tanques y soldados que se dirigían a ese lugar. Poco después se oyó el tiroteo. En los días siguientes a mi precaria situación se agregó la desazón y tristeza por lo que había pasado.
Afortunadamente mi tristeza nunca ha sido de inmovilidad, sino activa en resolver mi situación y en la medida que puedo ayudar.
Sí, hay momentos en que la tristeza me rebaza y es cuando hago mis retiros que me sirven para rumiar lo que hago, lo que pienso y lo que quiero hacer.
Para mi la tristeza ha sido un motor de vida y, paradójicamente, me da alegrías. Esa es mi tristeza crónica, pero siempre ha sido activa. Talvez, sí me siento a llorar un rato, pero luego un resorte me empuja a buscar soluciones. Cuando ha sido grave me retiro a rumear mis ideas y mis hechos, así como las consecuencias. Y si no puedo, busco ayuda.
Esa es mi tristeza crónica, pero te aseguro, que no me quedo a lamentar o llorar por los rincones.
Cuando reviro mi vida, me hago preguntas e intento no ser autocomplaciente, pero tampoco me doy de latigazos. Me he equivocado muchas veces e intento enderezar el rumbo. Mi norma es no hacerle mal a nadie y ser empático con las causas con las que comulgo. En la medida que puedo me alejo del sentimiento de lástima o de compasión, la empatía me viene mejor porque nos coloca en igualdad con los demás. La lástima, la conmiseración y, el término más acabado, la compasión, siempre me han parecido que llevan entre lineas una buena dosis de condecendencia, una mirada hacia abajo, con buena intención, pero hacia abajo. Cuando leí a Nietzsche no pude estar más de acuerdo con él. La moral y "las buenas costumbres", pueden ser causa de retroceso y la compasión una debilidad.
Todo ésto viene a colación por los tiempos que estamos viviendo y por la confusión de sentimientos que nos genera. Perder el rumbo entre los vericuetos de las emosiones nos pone frágiles y se vale ser compasivo con los alacranes, pero no al grado de dejarse picar.
Por eso prefiero "empático" y dejar la compasión para los animales. Más allá de interpretaciones personales, me doy cuenta que las empatías tiene que ver con nuestra historia personal, sin embargo, hay un rasero que nos mide a todos: las causas justas, vengan de donde vengan.
Las causas justas.
Llegando a este punto no hay forma de interpretar; justo deriva del término ius -derecho- y de ahí, justicia. Un valor social y una virtud que consiste en dar a cada quien lo que corresponde. De ahí que justicia no es sólo una declaración de un valor, sino que se convierte en virtud cuando realiza una acción para el bien común.
En toda sociedad, la polis, existen principios, valores y leyes para la buena convivencia, la acción que realizamos sobre ellos deriva en lo político. Razón por la cual la política tiene sus vericuetos, pues tiene mucho de interpretación.
Pero, más allá de interpretaciones, la política siempre alega el bien común. Los fideicomisos, enjuiciados ahora, por ejemplo, nacieron de una política alegando el bien común. Pero el bien común no puede quedar sólo en declaración, tienen que observarse los objetivos, el proceder y los resultados (investigación), y luego hacer justicia. Por lo que, cada fideicomiso, puede recurrir a la justicia y demostrar el bien común que realizaron, esclareciendo su proceder en sus políticas internas de asignación de recursos a los diferentes proyectos y apuntando sus resultados. Demostrando en todo momento no haber incurrido en conflicto de intereses, amiguismo, compadrazgo o nepotismo.
Un día, cuando tenía como 8 años, llegó a casa un vecino de la selva, vivía como a 5 kilómetros de nuestro jacal. Le gritó a mi madre que su mujer estaba pariendo, que fuera por favor.
Mi padre no estaba, mi hermano mayor tampoco, sólo mis dos hermanas y Pedro de 3 años. Todos oímos las súplicas del señor. Cogió el machete y a mi con la otra mano. Les dijo a mis hermanas, vengo pronto. Cuiden al niño.
Salimos casi corriendo detrás de aquel señor. Eran como las 3 de la tarde.
Llegamos sin aliento a su jacal. Cinco niños estaban afuera, los más pequeños estaban llorando porque oían los gritos de su mamá. Me quedé con ellos. Mi madre entró como ventarrón. Los niños y yo, a cada ruido, pujo o grito, nos mirábamos y bajábamos la vista. El más grande, tendría mi edad, abrazaba un niño desnudo como de un año y otro como de 2 se abrazaba a su pierna. Los miré y me ví. Descalzos, sentados en piedras o troncos, intercambiabamos los pies, uno sobre el otro, cuando los moscos nos picaban y la comezón nos obligaba a rascarnos. Ví como el miedo los hacía mirar el suelo y guardar silencio. ¿Su temor?
Quedarse sin madre. Las mujeres morían de parto con mucha frecuencia. Un médico jamás llegaría ahí desde un pueblo a un día caminando. Cada grito retumbaba en los ojos de ellos y lloraban en silencio con el estómago apretado.
Mi mamá la va a curar, les aseguré. Ya a curado a muchas señoras y su mamá va estar bien. Estaba profundamente seguro porque desde que yo recordaba nadie había muerto cuando mi madre les ponía las manos. Así les dije y los invité a caminar alejándonos de la casa. Regresamos cuando doña Esther me gritó.
Cuando entramos a la casa la señora acurrucaba un bebé en su cama. El señor tenía la olla de frijoles en la lumbre. Comimos sonriendo.
Nos despedimos cuando ya estaba obscuro. El señor nos acompañó de regreso.
Llegamos y todos nos estaban esperando.
Sentados a la mesa y con luz de candil, mi mamá contó su trabajo. Mi hermano el mayor le preguntó a mi mamá ¿y cuanto te pagaron?
La respuesta que todos oímos nunca la he olvidado: Ellos están más pobres que nosotros.
Perdón, releí el escrito anterior y me percaté de algunas torpezas ortográficas. Discúlpe usted. No soy muy cuidadoso al escribir y la velocidad de los recuerdos superan con mucho la velocidad de mis dedos.
Para entender mejor esa historia de arte médico, te aclaro por qué éramos ricos en tierra de ciegos:
La verdad, entonces, no sabía de niveles de pobreza. Sólo sabía que había ricos y todos los demás: peones con sus familias numerosas.
Al día siguiente mi padre salió temprano a llevar leche a la familia del recién nacido. Lo sabía desde que nos fuimos a dormir esa noche, después de escuchar la historia del parto. Oí a doña Esther decirle a don Alberto: mañana después de que ordeñes le llevas queso y leche a esa familia y le dices al señor que venga mañana. Todos los días el señor venía por una ración de leche, hasta que nos tuvimos que mudar porque las lluvias habían terminado.
Esos eran los tiempos de abundancia de leche, quesos, jocoque, requesón, crema y mantequilla que mi madre elaboraba con la leche que a diario mi padre ordeñaba a las vacas que cuidaba de un señor rico.
En tiempos de lluvias, cuando en las tierras bajas no había más que tierras anegadas y ríos desbordados, los ricos contrataban peones sin sueldo, para el cuidado de su ganado en tierras altas. El pago era la leche y era tan abundante como grande fuera el número de vacas que el peón cuidara. Mi padre era uno de ellos cuando tenía la suerte de ser llamado por el patrón para tal trabajo. Esas temporadas, que para todos era mal tiempo, para nosotros era de abundancia, pues era cuando mejor comiamos. Cada 15 o 30 días mis padres bajaban a una estación de tren, a medio día de camino, para vender quesos, pollos, gallinas y huevo, además de carne seca de venado o jabalí, que los pasajeros del tren comproban. Al día siguiente mis padres regresaban alegres porque teníamos lo suficiente para sobrevivir. En ese tiempo, tener para vivir 15 o 30 días, era motivo de alegría, pues compensaba los tiempos malos, cuando ni el día siguiente era seguro sobrevivir.
Germinó entonces la idea de estudiar medicina.
Abrí veredas y camimos en tierras desconocidas y fuí muy afortunado, las puertas se abrían a mi paso y gente maravillosa vino a mi encuentro.
Los recuerdos me dan alegría. Caminar por el campo y encontrarme con mis raíces me hace feliz.
Cuando el temporal cambiaba y las lluvias se iban, nosotros regresábamos a las tierras bajas, a la gran planicie de la costa.
Las Labradas era una casa con tapanco y un corral de vacas a lado. Ese era el lugar de las tierras altas. Ahí pasábamos los chubascos del temporal de lluvias, para después arrear las vacas a la planicie, que se extiende hasta donde el sol se pone.
Era una larga caminata de tres días, vacas por delante, por caminos, veredas y arroyos. Mi padre y dos vaqueros, bordeaban a caballo, la mancha de vacas para no perderlas. Comiamos caminando, sólo las noches las pasábamos en paradas ya establecidas donde había corrales para encerrar el ganado. Cenábamos tacos de frijol a las brazas y carne seca asada. Por la mañana nos despertaba el griterío de las chachalacas y el olor a café que preparaba doña Esther. Nunca he vuelto a comer tacos de frijol tan sabrosos como aquellos azados a las brazas. Café y leche recien ordeñada, servían para bajar el bocado. Luego, nuevamente el camino hasta depositar la última vaca en el corral del dueño del ganado. Después... era un después incierto. Con suerte, el rico nos prestaba un corredor para quedarnos unos días mientras mi padre buscaba otro trabajo. Ahí, en los linderos de la casa grande, mi madre armaba un fogón con piedras y comiamos lo que aún nos quedaba. Pronto don Alberto nos traía noticias de su nuevo trabajo y nos mudábamos al rancho donde pasaríamos la temporada de secas. Ocho meses de arduo trabajo para luego regresar con las vacas a las tierras altas. Así conocí toda la costa hacia el oeste y los linderos de las montañas hacia el oriente. Mis huellas están regadas por toda esa región.
Un día mi madre dijo: quiero que los niños vayan a la escuela. Y nos quedamos en el pueblo a pesar de la negativa de don Alberto. Él terminó siendo jardinero y doña Esther vendedora informal de frutas, verduras y animales de caza. Yo tenía quince años y un sueño: ser médico.
La medicina se fue anidando en mi corazón desde mis primeros pasos. De la mano de doña Esther conocí enfermos, heridos, picados de alacrán o arañas, parturientas, mordidos de serpientes y hasta gente con el alma perdida. Ví como cada paciente recuperaba la salud atendidos por la mano de quien, también, me daba de comer. En esos caminos, sin darme cuenta, me asaltó la idea de ser médico y, un día, le solté la idea a mi madre, quien se conmovió tanto que me abrazó con sus ojos quebrados en llanto. Que bueno hijo, me dijo, se necesitan mucho en este mundo.
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